Una chica hace ruido al subir las escaleras del museo. Sus tacones resuenan con eco en las salas del viejo edificio. Asusta a unas mujeres que admiran a Magdalenas penitentes; provoca que una pareja: un hombre y una mujer, se agarren de la mano ante bodegones de naturaleza muerta. Despierta también la atención dormida de aquel hombre que miraba sin contemplación a la Diana Cazadora...en fin, un ruido que dentro del museo resultaba ciertamente desconcertante.
Aquella chica recorría el edificio explorando sus rincones, disfrutando del propio lugar que había sido elegido entre otros tantos para albergar belleza, arte. Se fijó en unas paredes con la pintura desconchada y se lamentó de que el cuadro que colgaba allí encima fuera el de una tormenta marina y no el de una espiritual. Viajó durante horas, durante siglos.
En su ascensión se topó con una ventana que miraba las entrañas de la ciudad; no supo si cerrar sus postigos porque los edificios daban sombra en vez de perspectiva.
Entró en todas las salas y se paró allí donde la emoción se hacía nudo en la garganta o la admiración se volvía necesidad. Pasó largo rato ante un retrato. Era un último retrato. No pudo evitar recordar a Dorian Gray y su afán por preservar la belleza de la juventud. Aquel último retrato era el de una mujer anciana, vieja, encorvada, medio calva; nariz afilada y ojos enterrados en sus cuencas, manos agarrotadas y gesto severo. El pintor lo llamó “Último retrato de mi madre” y ella pensó que la belleza se encuentra con la intención de la mirada. Se emocionó ante aquella elegía. Cuando se apartó de él estaba envuelta en recuerdos y presa de sensaciones. Ya no oía el eco de sus tacones sino el de su corazón.
Bajó los tres pisos del museo sin poder ver ninguna obra más y sin percatarse de que las mujeres que antes contemplaban a las Magdalenas admiraban ahora voluptuosos cuerpos desnudos, que la pareja se estaba mirando a los ojos con una escultura de hierro entre ellos; y sin percatarse de que aquel hombre la había estado siguiendo desde que sus tacones le advirtieron de la presencia de Diana Cazadora.
Bajó los tres pisos del museo sin poder ver ninguna obra más y sin percatarse de que las mujeres que antes contemplaban a las Magdalenas admiraban ahora voluptuosos cuerpos desnudos, que la pareja se estaba mirando a los ojos con una escultura de hierro entre ellos; y sin percatarse de que aquel hombre la había estado siguiendo desde que sus tacones le advirtieron de la presencia de Diana Cazadora.