Quiero hablaros de lo que pasa cuando los nombres se convierten en diminutivos y las personas se convierten pequeñas. Sé de un caso, una mujer. Ella se llama Sara. Cuando a Sara la llamaban Sarita, había un punto de picardía en quien se lo llamaba, y en cómo la percibían. Podía tratarse también de cierta ironía en el nombrarla, pero el Sarita era siempre divertido.
Sari, era el nombre de las amigas.
Sarina es la clave y de lo que quiero hablaros. Ese nombre se reservaba a la familia, por lo que era el nombre del querer. Ella tenía hasta hace bien poco una teoría con respecto a los hombres y su forma de nombrarla. Teniendo en cuenta que el primer impacto que les producía era el de distancia, pocos fueron los atrevidos a minimizar su nombre. Cuando alguno osaba a llamarla Sarina, creía ella que ése estaba rendido (ya que era el nombre del querer o de los quereres). Aguantó tiempo con la teoría llegando a elevarla a la categoría de dogma. Y como suele ocurrir, un día se fue todo a la mierda.
Sara conoció a Alguien, y Alguien pareció caer a sus pies. Tras una serie de confesiones en el lecho (pueden ser las más auténticas o las más perversas) y tras una sesión de sexo oral unilateral, él acariciándola la llamó Sarina. Todas sus alarmas saltaron, creyó que Alguien se había quedado prendado. Pasaron los días, los meses y ese tal Alguien parecía haberse esfumado. Hizo por encontrarse y se dio cuenta de que faltaba calle para que Alguien corriera huyendo de ella. Cierto día, pasado un tiempo prudencial, se lo encontró sin darse ella cuenta. Sacaba libros del coche intentando no perder su equilibrio corporal y entonces lo oyó: Sarina. Ahí se fue el dogma, la teoría y el orgullo a la mierda. Sonó condescendiente. Horrible. Sonó incluso a falta de respeto. Mancilló su nombre diminutivo y con él la hizo pequeña. No pudo siquiera decirle adiós, ni vete a la misma mierda donde habitan las teorías.
No pudo más que pensar que nunca más hará sexo oral unilateral.