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lunes, 19 de julio de 2010

La princesse japonaise


Cuando la princesa se asoma al balcón de la torre y mientras se trenza el cabello otea el horizonte, ¿qué es lo que espera?

A lo lejos aprecia un bulto y como si de una sombra quijotesca se tratara, sueña con un rescate sin víctimas, fantasea con su propia redención, y fabula con un mundo mejor.
Dora sabía que no sería ni un príncipe ni un hábil negociador de la policía quien la rescatara de su carcelero; pues no era nadie sino ella la que sabía dónde guardaba las llaves.

Podía planear una fuga inteligente o un motín abordo.

La rebelión más difícil es la que se ha de librar contra una misma, así que sospechaba que si realmente quería huír, no le quedaba otra que amotinarse.

Cada uno de los barrotes que oprimía su ser tenía nombre. Algunos eran propios, pero la mayoría pertenecían al mundo de los lugares comunes: soledad, miedo, represión, inacción, contención, cobardía, fracasos, abandonos, tedio y hastío...

Si alguna vez creyó vislumbrar un príncipe, sólo quería que portase la llave maestra que la liberara de su propio encierro.

Pero todo era un espejismo; un oasis al que acudir cuando la sed de pasiones la ahogaba.

Todo lo desencadenó una masturbación solitaria a la que siguió un fluir de lágrimas que no sólo mojaron su almohada, sino que refrescaron los cerrojos que a punto estuvieron de ceder.
Sólo en ese momento de debilidad, de caída, deseó que alguien la sujetara y se la llevara al mundo donde no hay lugares comunes.



3 comentarios:

Clara dijo...

Dora tiene su propia llave, pero todavia no lo sabe.

Olalla dijo...

Ja. Iba a decir justo eso.
Vaya, vaya...

javier dijo...

¿Para qué necesita un rescate o una llave nuestra Dora, nuestra princesa republicana? La torre es el espejismo que distrae su atención y que desencadena su dolor. Es verdad que su apariencia y su porte son nobles, pero su sangre es como la del común de los mortales. Quizá sea tan modesta que no quiere reconocer que su verdadero mérito es vivir ya entre gente mundana como nosotros, entre pasiones y sinrazones. Es lo que hay. Ya no quedan princesas aunque tampoco sea ésta una sociedad de iguales. Ya han cedido las torres y desaparecido los títulos decimonónicos. Sólo quedan ya vestigios de princesas en la Sonatina de Rubén Darío, en las canciones de Sabina o en los acartonados y maniqueos mundos de Disney.
Sólo pido que Dora no llegue a confundir su papel de princesa en su torre, con el de un
eremita en los desiertos de Tebaida.

Dora, te queremos como eres, sin títulos y sin torre. En los tiempos que corren se la hubiera quedado el banco por impago de la hipoteca.
Un beso para una princesa republicana.